ME CAÍ DEL MUNDO Y NO SÉ POR DÓNDE SE ENTRA
(PARA MAYORES DE 50)
Por Eduardo
Galeano
Lo que me
pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el
modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o
achicarlo un poco. No hace tanto, con mi mujer, lavábamos los pañales de los
críos, los colgábamos en la cuerda junto a otra ropita, los planchábamos, los
doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar. Y ellos,
nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de
tirar todo por la borda, incluyendo los pañales. ¡Se entregaron
inescrupulosamente a los desechables!
Si, ya lo
sé. A nuestra generación siempre le costó botar. ¡Ni los desechos nos
resultaron muy desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los mocos
en el pañuelo de tela del bolsillo. Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo
es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde
se entra. Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto. Lo
que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el
celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades.
Es que vengo
de un tiempo en el que las cosas se compraban para toda la vida. Es más ¡Se
compraban para la vida de los que venían después! La gente heredaba relojes de
pared, juegos de copas, vajillas y hasta palanganas.
El otro día
leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de
la humanidad. Tiramos absolutamente todo. Ya no hay zapatero que remiende un
zapato, ni colchonero que sacuda un colchón y lo deje como nuevo, ni
afiladores por la calle para los cuchillos. De “por ahí” vengo yo, de cuando
todo eso existía y nada se tiraba. Y no es que haya sido mejor, es que no es
fácil para un pobre tipo al que lo educaron con el “guarde y guarde que alguna
vez puede servir para algo”, pasarse al “compre y bote que ya se viene el
modelo nuevo”. Hay que cambiar el auto cada tres años porque si no, eres un
arruinado. Aunque el coche esté en buen estado. ¡Y hay que vivir endeudado
eternamente para pagar el nuevo! Pero por Dios.
Mi cabeza no
resiste tanto. Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de
celular una vez por semana, sino que, además, cambian el número, la dirección
electrónica y hasta la dirección real. Y a mí me prepararon para vivir con el
mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre. Me educaron para
guardar todo. Lo que servía y lo que no. Porque algún día las cosas podían
volver a servir.
Si, ya lo
sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir
y qué cosas no. Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer caso a las
tradiciones) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del
segundo, las carpetas del jardín de infantes, el primer cabello que le cortaron
en la peluquería… ¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su
celular a los pocos meses de comprarlo? ¿Será que cuando las cosas se consiguen
fácilmente, no se valoran y se vuelven desechables con la misma facilidad con la
que se consiguieron?
En casa
teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para los manteles y
los trapos de cocina, el segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto
para todo lo que no fuera mantel ni cubierto. Y guardábamos… ¡¡Guardábamos hasta las tapas de los
refrescos!! Los corchos de las botellas, las llavecitas que traían las latas de
sardinas. ¡Y las pilas! Las pilas
pasaban del congelador al techo de la casa. Porque no sabíamos bien si había
que darles calor o frío para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a
que se terminara su vida útil en un par de usos.
Las cosas no
eran desechables. Eran guardables. ¡Los diarios! Servían para todo: para hacer
plantillas para las botas de goma, para poner en el piso los días de lluvia,
para limpiar vidrios, para envolver. ¡Las veces que nos enterábamos de algún
resultado leyendo el diario pegado al trozo de carne o desenvolviendo los
huevos que meticulosamente había envuelto en un periódico el tendero del
barrio! Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros
para hacer adornos de navidad y las páginas de los calendarios para hacer
cuadros y los goteros de las medicinas por si algún medicamento no traía el
cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos reutilizarlos estando
encendida otra vela, y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros
álbumes de fotos y los mazos de naipes se reutilizaban aunque faltara alguna,
con la inscripción a mano en una sota de espada que decía “éste es un 4 de bastos”.
Los cajones
guardaban pedazos izquierdos de pinzas de ropa y el ganchito de metal. Con el
tiempo, aparecía algún pedazo derecho que esperaba a su otra mitad para
convertirse otra vez en una pinza completa. Nos costaba mucho declarar la
muerte de nuestros objetos. Y hoy, sin embargo, deciden “matarlos” apenas
aparentan dejar de servir.
Y cuando nos
vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base las pusimos a vivir
en el estante de los vasos y de las copas. Las latas de duraznos se volvieron
macetas, portalápices y hasta teléfonos. Las primeras botellas de plástico se
transformaron en adornos de dudosa belleza y los corchos esperaban
pacientemente en un cajón hasta encontrarse con una botella.
Y me muerdo
para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que
preservábamos. Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son
desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad son descartables.
Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas.
Me muerdo
para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que
se va tirando, del pasado efímero. De la moral que se desecha si de ganar
dinero se trata. No lo voy a hacer. No voy a mezclar los temas, no voy a decir
que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne.
No voy a
decir que a los ancianos se les declara la muerte en cuanto confunden el nombre
de dos de sus nietos, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos en
cuanto a uno de ellos se le cae la barriga, o le sale alguna arruga. Esto sólo es una crónica que habla de pañales
y de celulares. De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que
plantearme seriamente entregar a mi señora como parte de pago de otra con menos
kilómetros y alguna función nueva. Pero yo soy lento para transitar este mundo
de la reposición y corro el riesgo de que ella me gane de mano y sea yo el
entregado.
Nota:
Eduardo
Galeano falleció el 13 de abril de 2015
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