A esta altura resulta sencillo comprender que, más allá de
nombres y diagnósticos, la enfermedad no es otra cosa que un esfuerzo del
organismo por evacuar el exceso de sustancias tóxicas y volver a la normalidad.
Siendo de vital importancia la limpieza de los fluidos internos, el organismo
apunta toda su energía (energía vital) hacia dicho objetivo.
Un cuerpo sano pone en marcha una gran cantidad de
mecanismos depurativos cuando cualquier cuerpo extraño o perjudicial logra
introducirse en los tejidos internos: vómitos, estornudos, tos, diarreas,
inflamaciones, etc. Pero la purificación interna es tan compleja, que su tarea
debe distribuirse en varios órganos con funciones especializadas y
complementarias: los abnegados emuntorios.
Mientras el nivel de tóxicos permanece dentro de la
capacidad depurativa de intestinos, hígado, riñones, pulmones y piel, todo
funciona dentro de la normalidad que conocemos como estado de salud.
Cuando alguno de estos órganos recibe caudales que exceden
su capacidad, existe un natural mecanismo de derivación (lo que no se puede
procesar, se deriva a otro órgano complementario) destinado a superar la crisis
tóxica. Y aun así seguimos en presencia de un organismo sano y vital.
Pero cuando también superamos el umbral de la capacidad
complementaria de los emuntorios –cosa que hoy resulta una norma, dada la continua
exposición a volúmenes cada vez mayores de toxinas- comenzaremos a advertir
síntomas y molestias.
Ejemplo: hipersecreción salival, vómitos y diarreas a nivel
digestivo; hipersecreción biliar a nivel hepático; orina espesa, ácida y
ardiente a nivel renal; sudoración, supuración, granos, acné y eccemas a nivel
cutáneo; expulsión de flema por bronquios y fosas nasales a nivel respiratorio…
Otras vías secundarias se utilizan también para expulsar
exceso de toxinas: glándulas salivares, útero, amígdalas, glándulas lacrimales.
Si la situación se agrava, el organismo recurre a la “creación” de emuntorios
artificiales: hemorroides, fístulas, úlceras, etc.
Por supuesto que cada persona reaccionará en forma diferente
a estas crisis depurativas, localizando los trastornos superficiales de acuerdo
a sus debilidades orgánicas. Los primeros órganos en ceder son, generalmente,
los más frágiles por herencia o por excesiva utilización: por ejemplo, la
garganta en aquellos que utilizan mucho la voz, los nervios de las personas
tensas, o las vías respiratorias en aquellos expuestos a contaminantes
volátiles.
Como vemos, las llamadas “enfermedades” no son otra cosa que
el resultado de las tentativas de imprescindible limpieza que encara el
organismo, frente a la carga de agresión tóxica a la que se ve expuesto. Estas
crisis depurativas pueden ser agudas o crónicas. Siempre se comienza con
manifestaciones agudas, donde el trabajo de eliminación es brusco, violento y
extenso. Si la causa de intoxicación no se remueve, entonces estos esfuerzos se
hacen crónicos.
Dado que esta publicación está destinada a incrementar el
nivel de percepción de estos fenómenos por parte del lector, veamos con
detenimiento y ejemplos cada una de las fases por las cuales evoluciona la
enfermedad, hasta llegar a los grados más graves y terminales.
Estos estadios degenerativos –cáncer, sida, esclerosis
múltiple, Alzheimer, Parkinson- no aparecen de improviso en una persona
saludable y vital; requieren de un largo proceso previo.
Todo se inicia con las primeras señales de alarma. La
persona –hasta entonces saludable- ve aparecer distintos trastornos leves que
le señalan la pérdida de este equilibrio dinámico que es el Estado Óptimo de
Salud (E.O.S.). Falta de ánimo, indisposiciones pasajeras, tensión nerviosa
anormal, dificultad para recuperarse tras un esfuerzo, problemas digestivos,
cutis y cabellos opacados, erupciones… son todos signos de la degradación del
Terreno.
Si la persona está atenta y suprime las causas que
provocaron la sobrecarga tóxica –excesos nutricionales, consumo de productos
insanos, agotamiento excesivo, demasiado sedentarismo- los trastornos
desaparecerán rápidamente.
Pero si el individuo no escucha las advertencias que lanza
su cuerpo y persiste en sus errores, sin corregir nada, entonces el Terreno
continuará degradándose y obligará a que su fuerza vital se exprese
desencadenando crisis depurativas más profundad. Estaremos entonces en
presencia de las llamadas enfermedades agudas.
El organismo moviliza todos sus esfuerzos para expulsar el
exceso de desechos que agobia.
Por lo general son manifestaciones violentas y
espectaculares; la fiebre que las acompaña indica la intensa actividad del
cuerpo y todos los emuntorios están involucrados en la tarea. Es el caso de una
gripe, un sarampión o una bronquitis. La gripe es un ejemplo de interacción de
emuntorios: catarro en las vías respiratorias, descarga intestinal, sudoración
profusa, orina cargada, etc. Son trastornos de corta duración, ya que la
intensidad del esfuerzo depurativo basta para permitir un rápido retorno al
Estado Optimo Salud (E.O.S.)
Es bien sabido que una afección gripal se resuelve
magníficamente con apenas 48 horas de ayuno, reposo… y nada más. Al cabo de ese
período, uno se siente pleno y liviano. Pero si el individuo, conforme con la
desaparición de los síntomas, retorna a los hábitos equivocados que generaron
la sobrecarga tóxica, la crisis volverá a producirse.
En este estadio, el error más grave –y lamentablemente el
más corriente- es tomar estas crisis depurativas como causa de enfermedad y no
como efecto de la degradación del Terreno. Entonces la terapéutica no ayudará
al organismo en sus esfuerzos desintoxicantes, sino que los reprimirá como algo
inoportuno y molesto. De este modo estaremos restringiendo nuestra fuerza
e internalizando las sustancias tóxicas.
Es lo que hacemos habitualmente con los antigripales o peor
aún, con las vacunas contra la gripe: ¡vacunas contra un proceso depurativo! En
consecuencia, la represión artificial de una afección aguda nos dejará con
menos capacidad defensiva y con el Terreno más intoxicado; condiciones que nos
llevarán al estadio sucesivo.
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