SHAME
Brandon es un joven neoyorquino que disfruta de la vida
perfecta que todo soltero anhela: buena posición económica, independencia,
éxito con las mujeres, etc. Su principal problema es, pese a su atractivo, el
sexo. Brandon está obsesionado con la pornografía y el onanismo, lo que le
impide disfrutar de sus relaciones.
Un día recibe la inesperada visita de su hermana, quien
decide quedarse en su apartamento durante varios días. La aparición de su
hermana dificultará la práctica de su adicción, un hábito que también le
acarreará problemas en el trabajo.
Este drama psicológico es el segundo trabajo del británico
Steve McQueen, quien no tiene parentesco con el mítico actor del mismo nombre,
tras la película de “Hunger”, su aclamado debut. Estamos ante una obra difícil,
audaz y valiente, ya que pocas veces se ha abordado la temática de la adicción
sexual desde un punto de vista tan claustrofóbico y penetrante.
La película funciona como una confesión. McQueen presenta un
tema tabú, pero lo plasma de tal manera que, en general, el espectador se
siente igual de identificado con Brandon que enjaulado en los acontecimientos
que le rodean. Por eso resulta tan molesta, en el buen sentido de la palabra,
porque hace la función de espejo en el que el público se ve reflejado.
Puede que ése sea el valor de obras como ésta; las películas
que traspasan la frontera de lo temporal no pertenecen a una moda, ni a una
corriente estética. Temas universales, como el sexo y la adicción al mismo, son
los que dejan impronta en nuestro subconsciente… si forman parte de un
excelente título, en lo que a cine se refiere.
¿Por qué rehuimos tanto de los aspectos más cotidianos
cuando nos los ponen delante de los ojos? La razón es la siguiente: miedo.
Rechazamos lo que vemos porque nos da miedo lo que no está aceptado por el
común de la sociedad actual. Nos da pánico lo que no está bien visto, aunque
sea natural.
Otro elemento inherente a la película es la banalidad. La
banalidad: un adjetivo peyorativo más que una cualidad de la que hacer gala.
Sin embargo la banalidad, siendo fiel a su naturaleza, pasa por nuestra
existencia desde un margen, deambulando silenciosa pero constantemente.
Nuestros usos y costumbres están repletos de raíces
erráticas. Con esto quiero decir que la mayoría de nuestros actos parten de una
infinidad de elementos que, vistos con perspectiva, son vacuos y triviales.
¿Necesitamos todo lo que tenemos? ¿Somos conscientes del exceso del que nos
rodeamos?
Habría que empezar por analizar lo que creemos que es
importante para nosotros. Desde un prisma materialista, damos por hecho que
poseer algo, tener ciertos bienes, es imperativo para llevar un estilo de vida
acorde con nuestras perspectivas.
Hay que dejar claro una cosa: tres cuartas partes de lo que
queremos tener y de lo que tenemos, sobra. El exceso está demás en todos los
ámbitos. EL exceso es un engaño que nos auto infligimos para cumplir nuestros
sueños, aunque, más bien, habría que bautizarlos como falsos sueños.
Es importante separar los sueños de la realidad. Todos
soñamos, y es necesario hacerlo, pero la realidad hay que abordarla desde lo
veraz. Y veraces deben ser también las aspiraciones que queremos conseguir.
Veraz es aquello que es palpable, real, y, por tanto, debemos apartar nuestra
realidad de lo falso y de lo banal.
Las personas que parecen tenerlo todo (los que observamos
todos los días en su lujoso coche, en su inconmensurable jardín, etc) puede que
sean tan felices como aparentan… o puede que no.
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