NO ES LO QUE DICES,
SINO CÓMO LO DICES
En “El principito” se dice que “el lenguaje es fuente de mal
entendimiento”. La frase es muy sabia, si tomamos en cuenta que no es nada
fácil convertir nuestros pensamientos en palabras y expresarlas de tal modo que
nuestro interlocutor las comprenda completamente.
De hecho, nuestros mensajes nunca son comprendidos en un 100%.
Si alguien dice, por ejemplo, “estoy enamorado”, se refiere a una realidad que
difícilmente va a ser entendida por el otro totalmente.
“Estoy enamorado” puede ser sinónimo de estar ilusionado,
haber logrado un vínculo muy estrecho con la pareja, o sentirse simplemente muy
atraído por otra persona. Tendríamos que conocer mucho a alguien para saber qué
dice cuando dice “estoy enamorado”.
“Sea como fuere lo que pienses, creo que es mejor decirlo con buenas
palabras.”
- William Shakespeare -
Así mismo, las palabras no son la única fuente de
comunicación, pues son acompañadas por las actitudes, los gestos, las posturas.
Se puede decir algo con la lengua y otra cosa totalmente opuesta con el tono,
la mirada o la actitud en general. De ahí que aprender a comunicarnos sea un
verdadero arte.
Lo que dices…
El mayor desafío de la comunicación se produce cuando
hablamos de nuestro mundo interior. Especialmente de nuestros sentimientos,
emociones o percepciones. Además de que no es fácil poner todo eso en palabras,
resulta imposible desligarnos de los sentimientos, emociones y percepciones que
podemos generar al decir algo. Para comunicar algo, siempre tomamos en cuenta
la reacción que desatamos en quien nos escucha.
No nos comunicamos solamente para transmitir una
información, sino que principalmente buscamos incidir de alguna manera en
nuestros interlocutores. Queremos que nos crean, que nos admiren, que nos
validen, que nos comprendan.
Pero a veces también buscamos que nos teman, nos obedezcan,
nos permitan imponernos o que se sientan lastimados, heridos. A veces somos
conscientes de esto y a veces no. Por extraño que parezca, en ocasiones nuestro
propósito al comunicarnos es crear confusiones. No que nos entiendan, sino que
dejen de entendernos.
Es precisamente la intención lo que define la esencia de
cada mensaje. Se puede halagar a alguien para reconocer sus virtudes, pero
también para adular a esa persona y hacerla más vulnerable a algún tipo de
manipulación que queremos poner en marcha.
Esa intención, sin embargo, muchas veces no es clara ni
siquiera para nosotros mismos. Pensamos que nuestro objetivo es “sacar a otro
de su error”, pero no hemos considerado la posibilidad de que sea el otro quien
tenga la razón.
Creemos que el propósito es desnudar nuestros sentimientos,
pero ignoramos el hecho de que muy en el fondo lo que en realidad estamos
buscando es compasión o reafirmación. Y si no las obtenernos, aseguramos que no
comprendieron ni una letra de lo que dijimos.
Más allá de las
palabras
La comunicación humana es un proceso complejo, que siempre
tiene algún grado de equívoco. No depende solamente de las palabras que
empleamos para decir las cosas (aunque estas son muy importantes), sino de un
sinnúmero de circunstancias.
Hay que tomar en cuenta el momento, el lugar, el
interlocutor. Pero principalmente tiene que haber un gran esfuerzo para
asegurarnos, hasta donde sea posible, de que decimos realmente lo que queremos
decir. Los seres humanos estamos comunicando todo el tiempo. Con la expresión
de nuestro rostro, la forma en que nos vestimos, en que caminamos, nuestra
mirada y un largo etcétera.
De este modo, buena parte de nuestros mensajes se libran en
el plano del inconsciente. Cuando decimos que alguien nos “da mala espina”, es
porque nos ha comunicado con sus gestos y actitudes que aparentemente no es
confiable. Igual al contrario. Eso que comunicamos en todo momento de nosotros
mismos genera el precedente para vínculos constructivos, destructivos o neutrales.
Los vínculos cotidianos, con el señor que nos vende la leche
por ejemplo, estarán impregnados de sensaciones y emociones a las que
probablemente no les demos mucha importancia. Pero cuando se trata de los
grandes vínculos en nuestra vida, el tema de la comunicación se vuelve
relevante.
Los vínculos estrechos están llenos de elementos comunicativos. Las
palabras, los silencios, las miradas, todo en realidad tiene algún significado.
Es entonces cuando resulta más importante que nunca generar
mecanismos para que los mensajes fluyan de una manera sana. Para lograrlo es
importante erradicar ciertas fórmulas de comunicación y alimentar otras.
Básicamente es necesario aprender a comunicarnos desde el
afecto. Aludir a lo que sentimos, de la manera más clara posible y evitar la
desastrosa costumbre de referirnos a lo que siente el otro. ¿Cómo es que tú
sabes que siente otra persona, si, seguramente, no conoces del todo lo que
sientes tú mismo?
La comunicación agresiva siempre deja huellas profundas. Los
únicos acompañantes de la ira deben ser el silencio y la pausa. Si no es así,
es muy probable que deformemos lo que realmente queríamos decir.
La buena comunicación exige serenidad y pertinencia. Buscar
el momento, el lugar y el estado de ánimo adecuado para tratar temas difíciles.
Dejar fluir espontáneamente nuestros afectos cuando estamos tranquilos y
abiertos a los demás.
En realidad, lo que entorpece la comunicación no es lo que
dices, sino la forma como lo dices. Y lo que enriquece un vínculo importante es
tener la delicadeza de escoger las mejores formas para decirnos y decirles a
otros lo que sentimos y pensamos.
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