EL DUELO: UN SUFRIMIENTO ÚTIL
Por Walter Riso
Ni todo sufrimiento es malo, ni todo sufrimiento es
bueno. Ni búsqueda desenfrenada de placer ni fanatismo masoquista. Hay
aflicciones que son imprescindibles para el ser humano, y otras que sobran. Hay
dolores productivos que nos hacen crecer y avanzar, y otros que son un especie de via crucis
rumbo a nada: el tormento por el tormento.
Viktor Frankl, un psicólogo que sobrevivió a los campos
de concentración y exterminio nazi, hablaba de un sufrimiento con sentido y uno
sin sentido. Al primero lo catalogaba de “noble” desdicha y al segundo de
infelicidad “innoble”. Cuando el dolor está al servicio de fines saludables, es
como una inyección de penicilina, duele, pero cura.
Un buen ejemplo de este sufrimiento justificado es el
duelo. En situaciones de pérdida, como la muerte de un ser querido o la
separación conyugal, la biología nos impone el principio de realidad. El duelo
nos enseña que hay que saber perder y que, en determinados momentos, la
esperanza puede llegar a ser un verdadero estorbo. Ante lo irremediable, la
mejor opción es la humilde aceptación. Si no fuera así, el organismo se
desgastaría tratando inútilmente de recuperar un imposible. Moriríamos en el
intento. El reconocimiento de que “se acabó” y que “ya no hay nada que hacer”,
nos libera de una estéril y dolorosa espera.
El duelo normal posee cuatro etapas. La primera es el
embotamiento o entumecimiento de la sensibilidad, en la cual el sujeto se
siente aturdido e incapaz de entender lo ocurrido; puede durar horas o semanas.
En una segunda etapa, de anhelo y búsqueda, la persona no
acepta que la pérdida sea permanente. Aquí pueden aparecer manifestaciones como
llanto, congoja, insomnio, pensamientos obsesivos, sensaciones de presencia del
muerto (y obviamente visitas a videntes y brujos), cólera y rabia, en fín, en
esta etapa se intenta restablecer inútilmente el vínculo que se ha roto. Es una
etapa de ansiedad y desesperación; puede durar de dos a tres meses.
En la tercer fase, pese al dolor, se comienza a aceptar
la pérdida y aparece una fase realista y depresiva; el tiempo promedio es de
dos a tres meses.
Finalmente, se entra a la fase de reorganización, donde,
ya sí, se comienza a renunciar definitivamente a la esperanza y el individuo
recupera la iniciativa y las ganas de vivir.
Se calcula que un duelo bien elaborado puede durar de
seis meses a un año, dependiendo de la cultura y la historia previa del sujeto.
Algunas personas crean un duelo crónico, es decir, se quedan anclados en la
tercera etapa (depresión). Otras, pueden permanecer en la primera etapa, y
configuran lo que se llama ausencia de aflicción consciente. En ambos casos, el
proceso se estanca y las remembranzas se transforman en calvario.
“Elaborar” adecuadamente un duelo afectivo implica que la
mente y el organismo puedan procesar, aceptar, absorber, decodificar o asimilar
la ausencia definitiva de la persona amada. Quiere decir que al pasar por las
etapas mencionadas, el deudo admite y asume, así sea a regañadientes, el hecho
de la pérdida. No significa insensibilidad ante la muerte, ni olvido
inclemente, sino nostalgia de la buena. Recuerdos modulados por el amor en vez
de angustia de separación. No hay ansiedad descontrolada, sino mansedumbre
afectiva.
Se fue, pero quedan los años vividos, la dicha de haberlo
tenido, la memoria teñida de momentos inolvidables y la añoranza limpia de toda
ira. En un buen duelo no hay egoísmos, apropiaciones indebidas, posesiones a
destiempo, ni celos retrospectivos. Aunque es recomendable llorar hasta el
cansancio, no suele haber mártires, estancamientos suicidas o autolaceraciones.
Tarde que temprano, el vendaval del desconsuelo cede paso
a una sosegada calma que surge desde adentro. Y es cuando comprendemos que todo
ese sufrimiento, ese desgarrador padecimiento, cumplió su cometido. No fue en
vano. Había que sufrir para empezar de nuevo. Así es la sana resignación del
que sabe perder.
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