martes, 28 de julio de 2015

NI CONTIGO NI SIN TI, CONMIGO

La libertad no existe sin desapego, ni el desapego es falta de Amor.


Celos, temores, reproches, enfados, complejos… ¿Hasta dónde puede llegar a contaminarse un amor? Hablamos de esos Amores con condiciones, esos por los que esperamos, por los que nos quedamos a un lado con la esperanza de que algún día nos den lo que necesitamos.

Pero en esta vida hay pocas cosas que nos pillan de sorpresa, somos capaces de vaticinar rápidamente que eso que anhelamos nunca nos llegará de la mano de un amor que nos está sometiendo a la espera.

Entonces llegan las sombras, las 7 plagas, los mil males, la tristeza, el cansancio y la desilusión. Y cuando lo hacen reina la más absoluta desolación, esa que nos impide seguir avanzando y hace que nos abandonemos.

No nacemos cautivos, nos cautivamos

La triste realidad es que abonamos el terreno emocional para cultivar amores insanos, de esos que obstruyen y destruyen. No apartamos las malas hierbas de nuestro camino y eso trae consecuencias.

No será posible deshacernos de la tristeza y el desconsuelo si no actuamos en la dirección contraria. Es mejor no taparse los ojos, cuando algo va mal simplemente se sabe, se intuye y se palpa en el ambiente.

Ni la libertad es falta de amor ni el apego es amor

En verdad, la manera de entender las relaciones y el amor es muy relativa. Querer ser un alma libre no significa renunciar al amor. Del mismo modo, hay relaciones que, aunque queramos mucho a la otra persona, son realmente tóxicas y dolorosas.

Hay muchas historias de amor que se pierden por orgullo, por olvido o, simplemente, por dejadez. Pero hoy hablamos de esas relaciones que han sido envenenadas por la viuda negra del amor: el sometimiento emocional.

Por eso, cuando el amor se convierte en un "ni contigo ni sin ti", es hora de abandonarlo o de reciclarlo. Es decir, en toda relación tiene que primar la salud emocional de uno mismo.

Puede que pienses que necesitas a esa persona, puede que te aporte muchas cosas pero hay momentos en los que hay que quitarse la venda y llegar a comprender que está incomodando a tus emociones.

Uno no se ama a sí mismo hasta que no le duele el amor

Esto es cierto, no logramos amarnos a nosotros mismos hasta que no nos hace falta. Esa necesidad interna de querernos y de comprendernos surge cuando alguien o algo nos falla, porque solo entonces vemos nuestras carencias.

La gente siempre piensa que lo más doloroso es perder a quien amas. Pero la verdad es que perderse sí mismo en el proceso de amar a alguien demasiado, olvidándote de quién eres, es mucho peor.

Cuando lo damos todo por un amor que no se lo merece, empezamos a querernos. Que nos toquen el orgullo hace saltar las chispas de nuestro amor interno. Nos cuestionamos en qué hemos fallado, nos planteamos cómo podremos sentirnos mejor y cómo saldremos adelante. O sea, que el amor propio entra por la cabeza, no por el corazón.

La tristeza y el sentimiento de vacío que se crea dejando ir lo que no nos hace bien es solo un reflejo del anhelo que nos ofrece lo que pudo ser y no fue, lo que queríamos que fuese y no llegó.

Si dejas entrar a esa tristeza sin miedo, te llevará a la liberación definitiva, a la independencia, a una vida sin resistencias, sin celos, sin reproches y sin culpas que contaminen.

Así, que si nos hemos subido al barco del amor contaminado, lo mejor es buscar algo que nos ayude a flotar en nuestro interior. Porque, ante todo, nuestra vida no se vive con o sin alguien, sino con nosotros mismos.

Fuente: http://lamenteesmaravillosa.com/ni-contigo-ni-sin-ti-conmigo/



viernes, 24 de julio de 2015

EL DUELO: UN SUFRIMIENTO ÚTIL

Por Walter Riso

Ni todo sufrimiento es malo, ni todo sufrimiento es bueno. Ni búsqueda desenfrenada de placer ni fanatismo masoquista. Hay aflicciones que son imprescindibles para el ser humano, y otras que sobran. Hay dolores productivos que nos hacen crecer y avanzar,  y otros que son un especie de via crucis rumbo a nada: el tormento por el tormento.

Viktor Frankl, un psicólogo que sobrevivió a los campos de concentración y exterminio nazi, hablaba de un sufrimiento con sentido y uno sin sentido. Al primero lo catalogaba de “noble” desdicha y al segundo de infelicidad “innoble”. Cuando el dolor está al servicio de fines saludables, es como una inyección de penicilina, duele, pero cura.

Un buen ejemplo de este sufrimiento justificado es el duelo. En situaciones de pérdida, como la muerte de un ser querido o la separación conyugal, la biología nos impone el principio de realidad. El duelo nos enseña que hay que saber perder y que, en determinados momentos, la esperanza puede llegar a ser un verdadero estorbo. Ante lo irremediable, la mejor opción es la humilde aceptación. Si no fuera así, el organismo se desgastaría tratando inútilmente de recuperar un imposible. Moriríamos en el intento. El reconocimiento de que “se acabó” y que “ya no hay nada que hacer”, nos libera de una estéril y dolorosa espera.

El duelo normal posee cuatro etapas. La primera es el embotamiento o entumecimiento de la sensibilidad, en la cual el sujeto se siente aturdido e incapaz de entender lo ocurrido; puede durar horas o semanas.

En una segunda etapa, de anhelo y búsqueda, la persona no acepta que la pérdida sea permanente. Aquí pueden aparecer manifestaciones como llanto, congoja, insomnio, pensamientos obsesivos, sensaciones de presencia del muerto (y obviamente visitas a videntes y brujos), cólera y rabia, en fín, en esta etapa se intenta restablecer inútilmente el vínculo que se ha roto. Es una etapa de ansiedad y desesperación; puede durar de dos a tres meses.

En la tercer fase, pese al dolor, se comienza a aceptar la pérdida y aparece una fase realista y depresiva; el tiempo promedio es de dos a tres meses.

Finalmente, se entra a la fase de reorganización, donde, ya sí, se comienza a renunciar definitivamente a la esperanza y el individuo recupera la iniciativa y las ganas de vivir.

Se calcula que un duelo bien elaborado puede durar de seis meses a un año, dependiendo de la cultura y la historia previa del sujeto. Algunas personas crean un duelo crónico, es decir, se quedan anclados en la tercera etapa (depresión). Otras, pueden permanecer en la primera etapa, y configuran lo que se llama ausencia de aflicción consciente. En ambos casos, el proceso se estanca y las remembranzas se transforman en calvario.

“Elaborar” adecuadamente un duelo afectivo implica que la mente y el organismo puedan procesar, aceptar, absorber, decodificar o asimilar la ausencia definitiva de la persona amada. Quiere decir que al pasar por las etapas mencionadas, el deudo admite y asume, así sea a regañadientes, el hecho de la pérdida. No significa insensibilidad ante la muerte, ni olvido inclemente, sino nostalgia de la buena. Recuerdos modulados por el amor en vez de angustia de separación. No hay ansiedad descontrolada, sino mansedumbre afectiva.

Se fue, pero quedan los años vividos, la dicha de haberlo tenido, la memoria teñida de momentos inolvidables y la añoranza limpia de toda ira. En un buen duelo no hay egoísmos, apropiaciones indebidas, posesiones a destiempo, ni celos retrospectivos. Aunque es recomendable llorar hasta el cansancio, no suele haber mártires, estancamientos suicidas o autolaceraciones.

Tarde que temprano, el vendaval del desconsuelo cede paso a una sosegada calma que surge desde adentro. Y es cuando comprendemos que todo ese sufrimiento, ese desgarrador padecimiento, cumplió su cometido. No fue en vano. Había que sufrir para empezar de nuevo. Así es la sana resignación del que sabe perder.




jueves, 23 de julio de 2015