SABIDURÍAS DE OTRAS CULTURAS PARA APRENDER A VIVIR EL
PRESENTE
Por Noemí Villaverde Maza
La vida amazónica
sabe vivir y disfrutar del presente aun viviendo al filo de la supervivencia.
Filosofías orientales como el taoísmo
o el budismo zen también adoctrinan
sobre la impermanencia propia de la vida, en la que nada es duradero, estable e
inherente, y nos recuerdan la importancia de sobrellevar esta vacuidad a través
de la educación de la mente y el desprendimiento. Otras muchas culturas, y la
nuestra propia en el pasado, nos advierten que en realidad, el tiempo medido y
calculado por una esfera o un calendario no existe, y que el tiempo vital es
saber disfrutar de las experiencias y los hitos de la vida del presente. En
realidad, arraigar nuestras vidas al pasado y al futuro significa arraigarnos a
un sueño que no es real. Lo idóneo es pensar, como dicen lo amazónicos, que
nadie muere en su víspera.
Voy a resaltar algo de lo que he aprendido en mis 26 años de
trabajo en la selva amazónica- cuenta José Álvarez Alonso biólogo e
investigador de la Amazonía Peruana-: “Venido de una cultura en la que el futuro
es casi más importante que el presente, donde tanta gente vive obsesionada por
acumular más y más cosas sin pararse a pensar demasiado para qué y a costa de
qué; donde muchos viven obsesionados con el pasado y traumatizados por los
riesgos y las incertidumbres del futuro; donde con frecuencia el otro es un
competidor más que un hermano o un amigo; puedo decir que he aprendido de los
indígenas amazónicos algunas de las más grandes lecciones de mi vida.
Entre otras muchas cosas, que llenarían libros, he aprendido
a relativizar mis occidentales obsesiones, preocupaciones y angustias, he
aprendido a ver la vida desde una perspectiva más humana, sencilla, natural, a
disfrutar mucho más de las relaciones humanas, de la familia, de la amistad
sincera, de los pequeños momentos y las pequeñas cosas que hacen de la vida una
gratificante experiencia en vez de un vía crucis de sufrimiento, como alguna
vez quiso enseñarnos un cristianismo deformado por el oscurantismo europeo.
Como buen occidental heredero de la cultura del ahorro y el
esfuerzo individual para “superarse” y “labrarse” un próspero futuro y una
vejez tranquila y confortable, me llegué a sentir culpable de preocuparme de un
futuro para mí incierto mientras veía a mi lado gentes felices sin ninguna
seguridad en su futuro; que sabían que para su vejez no tendrían más seguro que
la bondad o generosidad de sus hijos o vecinos, para ayudarles con un plato de
comida o reparando el techo de sus destartaladas viviendas.
La Amazonía no es el único rincón del mundo que sabe vivir
el presente. Las enseñanzas orientales también se sorprenden de lo que ellos
llaman nuestra “pereza occidental” o “hacer la limpieza de la casa en sueños”.
Llaman así a la generalizada vida occidental, en la que la única finalidad
parece ser rodearnos de más y más bienes, y trabajar para conservarlo todo tan
seguro y a salvo como sea posible, a causa del miedo e incertidumbre constante
sobre el futuro. Como si pudiésemos elegir el futuro, como anuncian en la
película “Trainspotting”, “Elige tu futuro. Elige la vida”
Aunque creamos que podemos elegir, organizar y gestionar
nuestra vida con un riguroso plan establecido y anteriormente prefijado
(estudiar, buscar trabajo, casarnos, tener hijos, mantener el hogar y a la familia,
y jubilarnos), todo esto no es real. Es “hacer la limpieza de la casa en sueños”.
La realidad es que a lo largo de la vida, lo sabemos, ocurren calamidades que
nos abofetean duramente, y sentimos que el mundo se nos cae encima. Entonces,
rebuscamos en el pasado preguntándonos que es lo que se torció. Las sabidurías
orientales, en cambio, saben que nada se ha torcido, que la vida es la
retorcida, que esta impermanencia es lo único seguro. Que todo cambia, como
cantaba Mercedes Sosa.
Nos dicen que nada es duradero, estable e inherente; y por
eso nada es independiente, sino interdependiente con todas las demás cosas. Es
lo que de sobra saben los amazónicos, que no tienen más seguro de vejez que la “bondad
o generosidad de sus hijos o vecinos”
El maestro Sogyal Rimpoché nos demuestra, con un sencillo
ejercicio, que “aunque se nos ha hecho creer que si dejamos de aferramos
acabaremos sin nada, la propia vida demuestra una y otra vez lo contrario: el
desprendimiento (no solo material, sino también mental) es el camino que lleva
a la auténtica libertad”
“Vamos a hacer un
experimento. Coja una moneda. Imagínese que representa el objeto al que usted
se aferra. Enciérrela en el puño bien apretado y extienda el brazo con la palma
de la mano hacia el suelo. Si ahora abre el puño o afloja su presa, perderá
aquello a lo que se aferra. Por eso está apretando.
Pero hay otra
posibilidad: puede desprenderse y aun así conservarla. Con el brazo todavía
extendido, vuelva la mano hacia arriba de forma que la palma quede hacia el
cielo. Abra la mano y la moneda seguirá reposando sobre la palma abierta. Ha
dejado de aferrarse. Y la moneda sigue siendo suya, aun con todo ese espacio
que la rodea”
Paradójicamente, el verdadero trabajo duro para nosotros es
enfrentarnos ante esta libertad, ante la vacuidad, la soledad, el silencio, la
quietud, la meditación, el apagón y el parón. Es decir, la reflexión o mirar “hacia
adentro”, el mejor recurso que tenemos ante esta impermanencia. Nuestra cultura
es tan agitada y tan dedicada a la distracción, que todas estas cosas nos
recuerdan al vértigo que podemos sentir como cuando somos arrojados por la
escotilla de una nave espacial para flotar eternamente en un vacío oscuro y
helado.
El yoga, lo conocemos bien, y parece que es una de las
prácticas que se ha puesto de moda. En nuestro día a día estresado creemos que
bien merece una pequeña parte del tiempo para dedicarla a hacer posturas
complejísimas escuchando New Age de fondo. Aunque incrustar esa actividad en
nuestra apretada agenda signifique más estrés. Pero no nos confundamos, el yoga
consiste en vaciar la mente para que aparezca la naturaleza profunda de la
mente, sin pensamientos banales del pasado ni del futuro, como cuando un
estanque está tranquilo y se ve el fondo. Y hay muchas maneras de conseguirlo:
danzando como los derviches o como los negros de Bahía con su candomblé, o en
la discoteca, escuchando el mar o la canción que nos gusta, mirando las
estrellas en una noche serena, observando un amanecer o con un orgasmo.
El problema es que no tenemos tiempo para disfrutar de estas
cosas. “La mayoría de las personas están vacías y se sienten mal porque usan
las cosas para deleitar sus corazones, en lugar de usar su corazón para
disfrutar de las cosas” dice la taoísta Lin-an. No vivimos la vida, sino que la
vida nos vive. Pero las cosas del presente, las cotidianas, pueden tener un
sentido infinitamente más profundo del que nosotros le concedemos.
“Copos de nieve,
cayendo suavemente:
cada uno en su sitio”
dice un koan zen.
Gracias al zen, que educa para estar plenamente en lo que se
hace, en el ahora, se consigue concentración y habilidad.
"- Maestro, ¿qué haces
tú para estar en el camino verdadero?
- Cuando tengo hambre,
como; cuando tengo sueño, duermo.
- Pero esas cosas las
hace todo el mundo.
- No es cierto. Cuando
los demás comen piensan en mil cosas a la vez.
Cuando duermen, sueñan
con mil cosas a la vez. Por eso yo me diferencio de los demás".
Hay muchas culturas que no tienen tiempo. Y no es que tengan
esa prisa voraz del presente que tenemos nosotros, sino que no entienden el
concepto occidental de “tiempo” que fluye independientemente de los eventos, un
tiempo que se puede calcular y medir por algo como una esfera de un reloj o un
calendario. “El tiempo no es oro. El oro
no vale nada. El tiempo es vida” afirmaba el economista y humanista Jose
Luis Sampedro. Así, no es de extrañar que los Amondawa de la Amazonía no tengan
una palabra puntual para “tiempo” ni para ninguna subdivisión arbitraria como
mes o año. Para ellos no tiene ningún sentido la idea de “trabajar toda la
noche” porque lo que importa es el fruto de ese trabajo y no el intervalo
empleado. Tampoco miden su edad en años, sino que se refieren a los distintos
hitos de su vida y las distintas posiciones que van ocupando dentro de la
tribu, a través de los ritos de paso, conforme pasa el tiempo y adquieren
nuevas responsabilidades.
Para los nuer y los nandi, el tiempo sólo toma como
referencia las labores y actividades más necesarias en su cultura, en este caso
la ganadería y los ciclos naturales. Al igual que en muchos de nuestros
pueblos. Uno de los últimos habitantes de un pequeño pueblo “abandonado” de
España llamado Escartín, en los Pirineos, contaba: “Para mí todos los días eran distintos, aunque las tareas se
repitieran cíclicamente cada año. El cielo que nos cubría variaba de un día
para otro. El paisaje variaba a diario, sólo las siluetas de los montes
permanecía constante”.
En realidad, aunque los occidentales nos las demos de
racionales, al dirigir tanto nuestras vidas y nuestra mente hacia el pasado y
el futuro, utilizamos las mismas áreas cerebrales: las áreas de la imaginación.
“Recordar” significa “volver a pasar por el corazón”, no por el microscopio.
Quizás por eso, los inuit de Baffin utilizan la misma palabra, “uvaitiarru”,
para referirse al pasado y al futuro, porque es igualmente algo lejano y
mítico, parte de la imaginación. Las tribus aborígenes de Australia designan el
pasado como un ?Sueño?: es el tiempo de lo insólito o maravilloso, en que “lo
extraordinario era la regla”.
Si hay algo que nos distingue de los demás animales es
nuestra capacidad de soñar (como el Sueño de los aborígenes, o nuestra limpieza
de la casa en sueños). No sólo imaginamos historias para fantasear y resaltar
nuestra identidad, sino también para prevenir. Todos los pueblos tienen sus
propios mitos, y nosotros no somos menos. Uno de ellos, el de Cronos (Saturno)
devorando a su hijo, el dios del Tiempo que devoraba y consumía los años los
días y la horas en el pasar inevitable del Tiempo. En esas condiciones, donde
también, al igual que el tiempo mítico de los aborígenes, “lo extraordinario
era la regla”, era imposible cualquier tipo de vida política humana, es decir,
la verdadera política: sentarse a hablar, a dialogar, a legislar. Zeus lo
derrotó, y ya no era el dueño de todo. Los hombres pudieron levantar palacios y
templos, dialogar y legislar a favor del tiempo. Y así apareció Kairós, el “momento
adecuado para hacer algo”. Por eso, Kairós tiene alas, porque su mente está
educada, rápida y volátil; y porta una balanza desequilibrada, porque el
equilibrio no es una de sus mejores virtudes, al igual que tampoco lo es del
tiempo, al igual que tampoco de la vida. La que, recordemos, es impermanente.
“Es inútil perseguir el mundo, nadie lo va a atrapar” dicen
los bereberes de Cabilia. Y llaman al reloj ese “molino del diablo” que causa
el indecoroso hábito de la prisa.
“Cuando me obsesiono un poco con mi trabajo y me tienta el
estrés, me acuerdo de esa frase tan amazónica de “mañana también es día”
continua el biólogo José Álvarez Alonso en su relato.
“Cuando me siento
inclinado a deprimirme o a sentirme desgraciado por un problema familiar o
personal particularmente grave, pienso en esa otra de “nadie muere en su
víspera”.
O cuando tiendo a
obsesionarme un poco por lo que será de mi vejez, sin un retiro confortable y “honroso”
como cualquier occidental aspira, no puedo dejar de pensar en mis amigos
amazónicos, felices en su digna pobreza y con sus múltiples problemas, y me
siento algo culpable por mis ridículas preocupaciones.
Y siento una sana envidia,
porque su capacidad de vivir y disfrutar el presente no está, ni envenenada por
el pasado, ni hipotecada por el futuro”